(APe).- Al Kaeda los tenía amenazados. No importó que Argentina no fuera el mejor lugar del mundo para instalar ese tipo de blancos. Lo trajeron igual. La Secretaría de Turismo aportó al menos 10.000.000 de pesos para no perdérselo y los organizadores aseguraron que el recorrido respetaría el patrimonio arqueológico y paleontológico del país.
Un funcionario del gobierno de La Pampa no se privó de reclamar para su provincia el monopolio de los accidentes fatales que pudieran ocurrir, apelando a la tragedia como la forma más efectiva y barata de promoción del turismo.
Hoy el mismo funcionario dice que su deseo fue sacado de contexto. Lo que él quiso decir, explica, es que si alguien moría trágicamente ojalá lo hiciera en La Pampa. No se le ocurrió pensar, queremos creer, que en el Dakar no sólo mueren participantes sino también espectadores.
Ése fue el caso de Bubakar, el chico guineano de diez años fallecido luego de ser atropellado por una 4x4 en el año 2007, cuando el rally volvió a pasar por el despellejado territorio de su país. La última vez que la caravana de camiones, motos y camionetas había cortado el aire sofocante de Guinea había sido en 1996. En esa oportunidad una nena de nombre ignorado murió atropellada por la moto de un corredor francés.
En su nota “Los niños destructores”, publicada en La Nación el 7 de enero de 2009, Ezequiel Fernández Moores, cuenta que Bubakar fue el noveno espectador muerto en la historia del rally, pero el primero cuyo nombre se conoce. Los anteriores quedaron tan anónimos como cualquier animal muerto al costado del camino.
L’Osservattore Romano, diario oficial del Vaticano, calificó a la competencia como un cínico exhibicionismo de poder y salud en lugares donde la gente muere de hambre y de sed. Veinte organizaciones no gubernamentales reclamaron su supresión por tomar como “terreno de juego un continente destrozado por el SIDA, el hambre y el endeudamiento”. En Dakar el rally es recordado como una caravana que cruzaba el oeste de África dejando una estela de polvo, prostitución y dólares.
Entre nosotros, en medio de la siesta de un verano vacío, camiones y camionetas aparecieron de golpe, cuando ya casi nos habíamos olvidado de ellos, como una tromba de reptiles gigantes y lujosos programados para correr por los bordes de la miseria sin tocarla.
Periodistas recientemente especializados entrevistaban a camioneros y motociclistas extranjeros que sacudían camisetas de la selección argentina y declaraban que nunca antes habían visto un público tan fervoroso como el argentino. Pocas horas más tarde una moto de competición atropellaba a un chico.
En medio del entusiasmo nadie se atrevió a recordar que prácticamente ningún país desarrollado estaba dispuesto a permitir el paso del ejército depredador por su territorio. Y eso sin contar la amenaza de Al Kaeda que provocó la suspensión del rally el año pasado.
Arqueólogos y ambientalistas sostienen que esta marcha enloquecida por la inhóspita meseta de Somuncurá, por ejemplo, un ecosistema diferente y aislado, dejará cicatrices que alterarán para siempre la cara de la tierra. Los mapuches por su parte, también deberán resignarse a ver pasar por el desierto de Atacama la caravana de la estupidez, el sonido y la furia.
Aquella expresión de deseos del funcionario pampeano, tal como se la conoció, vino sólo a enunciar una vieja premisa que los argentinos a lo largo de la historia parecemos empecinados en cumplir: Si algo malo tiene que pasar en el mundo es mejor que nos pase a nosotros.
Un funcionario del gobierno de La Pampa no se privó de reclamar para su provincia el monopolio de los accidentes fatales que pudieran ocurrir, apelando a la tragedia como la forma más efectiva y barata de promoción del turismo.
Hoy el mismo funcionario dice que su deseo fue sacado de contexto. Lo que él quiso decir, explica, es que si alguien moría trágicamente ojalá lo hiciera en La Pampa. No se le ocurrió pensar, queremos creer, que en el Dakar no sólo mueren participantes sino también espectadores.
Ése fue el caso de Bubakar, el chico guineano de diez años fallecido luego de ser atropellado por una 4x4 en el año 2007, cuando el rally volvió a pasar por el despellejado territorio de su país. La última vez que la caravana de camiones, motos y camionetas había cortado el aire sofocante de Guinea había sido en 1996. En esa oportunidad una nena de nombre ignorado murió atropellada por la moto de un corredor francés.
En su nota “Los niños destructores”, publicada en La Nación el 7 de enero de 2009, Ezequiel Fernández Moores, cuenta que Bubakar fue el noveno espectador muerto en la historia del rally, pero el primero cuyo nombre se conoce. Los anteriores quedaron tan anónimos como cualquier animal muerto al costado del camino.
L’Osservattore Romano, diario oficial del Vaticano, calificó a la competencia como un cínico exhibicionismo de poder y salud en lugares donde la gente muere de hambre y de sed. Veinte organizaciones no gubernamentales reclamaron su supresión por tomar como “terreno de juego un continente destrozado por el SIDA, el hambre y el endeudamiento”. En Dakar el rally es recordado como una caravana que cruzaba el oeste de África dejando una estela de polvo, prostitución y dólares.
Entre nosotros, en medio de la siesta de un verano vacío, camiones y camionetas aparecieron de golpe, cuando ya casi nos habíamos olvidado de ellos, como una tromba de reptiles gigantes y lujosos programados para correr por los bordes de la miseria sin tocarla.
Periodistas recientemente especializados entrevistaban a camioneros y motociclistas extranjeros que sacudían camisetas de la selección argentina y declaraban que nunca antes habían visto un público tan fervoroso como el argentino. Pocas horas más tarde una moto de competición atropellaba a un chico.
En medio del entusiasmo nadie se atrevió a recordar que prácticamente ningún país desarrollado estaba dispuesto a permitir el paso del ejército depredador por su territorio. Y eso sin contar la amenaza de Al Kaeda que provocó la suspensión del rally el año pasado.
Arqueólogos y ambientalistas sostienen que esta marcha enloquecida por la inhóspita meseta de Somuncurá, por ejemplo, un ecosistema diferente y aislado, dejará cicatrices que alterarán para siempre la cara de la tierra. Los mapuches por su parte, también deberán resignarse a ver pasar por el desierto de Atacama la caravana de la estupidez, el sonido y la furia.
Aquella expresión de deseos del funcionario pampeano, tal como se la conoció, vino sólo a enunciar una vieja premisa que los argentinos a lo largo de la historia parecemos empecinados en cumplir: Si algo malo tiene que pasar en el mundo es mejor que nos pase a nosotros.