Por MAGDALENA RUIZ GUIÑAZU
Un viaje cargado de sueños y emoción a la isla italiana, la más grande del Mediterráneo. Paseos con perfumes de jazmines y azahares, mosaicos antiguos y el hechizo de la ciudad de Taormina.
Un viaje cargado de sueños y emoción a la isla italiana, la más grande del Mediterráneo. Paseos con perfumes de jazmines y azahares, mosaicos antiguos y el hechizo de la ciudad de Taormina.
Conocer Sicilia, la isla italiana más grande del Mediterráneo, fue un sueño largamente acariciado pero nunca imaginé que su belleza y su intenso perfume -azahares, jazmines- me quedarían impregnados en la memoria con la fuerza de la felicidad.
Supongo que el calor mágico que parece brotar de la tierra también debe contribuir al hechizo. Yo creía que nada iba a superar la emoción de conocer Grecia. Sin embargo la tierra del Gattopardo superó todo lo imaginable. A lo largo de la ruta que baja desde Palermo, capital de Sicilia, hacia Taormina no sólo abundan los naranjos en flor sino que los templos y los mosaicos se suceden en una procesión que jamás imaginamos.
Y no son solamente los templos de Agrigento o Selinunte (antigua ciudad griega del Sur) sino que, también, aparecen palacios como los del Gattopardo con paredes ocre y malvones por doquier. En un recodo de la ruta hay un cartel muy modesto que nos avisa que estamos entrando en el museo en donde se conservan los mosaicos de la Villa del Casale, una casa señorial romana ubicada en la localidad de Piazza Armerina. En esos mosaicos vemos, con asombro, cómo robustas muchachas en bikini juegan a la paleta en una alegre competencia. Y por eso mismo sentimos que la antigüedad no es remota sino que es parte de la historia de un planeta que nos tocó en suerte.
Por eso también parece lógico tomar una lanchita -parienta de aquella "Tutti" que conocimos en Punta del Este- en el puerto de Trapani y llegar, entre salinas, a la isla de Mozia donde algún inglés estudioso organizó con talento y paciencia una colección de objetos que los fenicios dejaron tras su paso por esas tierras en las que desembarcaron navegando en un mar transparente.
Woody Allen no se equivocó cuando filmó "Poderosa Afrodita". Eligió paisajes y templos con la dedicación de un enamorado. Y es, justamente, ese Teatro Greco -el segundo teatro en importancia en Sicilia, después del de Siracusa- en el que sus personajes cantan y bailan, el que nos recibe en Taormina, una ciudad que balconea al mar. Recuerdo que llegamos al atardecer, y en una noche tibia caminamos entre las columnas, sin terminar de comprender que la luna que aparece entre ellas y se refleja en el mar, es cosa cotidiana para esa gente misteriosa, amable, eternamente de negro, bordadora de manteles y vendedora de "canollis" en los que crema y frutas confitadas van más allá del pecado de la tentación. El hechizo es tan fuerte que uno espera ver, como en aquella escena de la película de Coppola, a la malvada Connie preparar una caja de canollis a uno de los que traicionarán al Padrino.
Y cuando, siempre en el transcurso de la noche tibia, llegamos a la plaza principal de Taormina también pensamos que el neorrealismo italiano iluminó las pantallas del mundo con sólo poner una cámara en la calle. ¿Cómo imaginar si no que, sentados en los bancos de una plaza, el alcalde, el cura y sus amigos, se entretienen comiendo helados de pistachio mientras en un restaurant vecino dos señoritas (una al piano, la otra empuñando un violín) desgranan la vieja melodía "Jalousie"?
Inolvidable Sicilia. Quien aún tenga ganas de ser feliz, no debería dejar de probar este brebaje.