Aníbal María Di Francia representa una aurora de vida en el escenario de una de las tragedias más devastadoras, el terremoto y maremoto de Messina de 1908.
Por Giulio Andreotti
Agradezco a los padres rogacionistas que me hayan ofrecido la oportunidad de estudiar más a fondo la gran figura de fundador y las dos familias religiosas que creó don Aníbal Di Francia.
A veces se advierte sorpresa por la acelerada actividad de la Congregación para las causas de los santos bajo el pontificado del Papa actual. Pero yo creo que hay que ver en ello un doble mensaje muy positivo. Por un lado, una invitación a considerar la modernidad, o mejor aún, la actualidad de muchas de estas figuras a las que se les reconoce virtudes en grado heroico. Por otro, a muchos de los santos de Juan Pablo II los sentimos muy “cercanos”. De todas las edades, estrato cultural y social, procedencia geográfica. También son motivos de meditación y de oposición a las características de un concepto perturbado de progreso en el desorden que lleva a un mundo sin paz.
Pero hay más. En las tradiciones, por así decir devocionales, la santidad se refería por lo general a los mártires de los primeros siglos, o bien a figuras de siglos lejanos. Y si se les proponía a los jóvenes (exceptuando al pequeño San Tarcisio, evocado en la primera comunión) otros modelos como los tres novicios jesuitas Luis Gonzaga, Estanislao de Kostka y Juan Berchmans, se suscitaba sin duda devoción, pero en un contexto pasado. No fue fácil –hablo en general, como es obvio– comprender, por ejemplo, la decisión de Pío XI de proclamar patrona de las misiones a la pequeña hermana Teresa, encerrada en su convento de Lisieux, mientras que fue más fácil compartir la alegría de ver en los altares a Juan Bosco.
El santo que hoy estamos celebrando creo que posee tres características. La primera: está profundamente arraigado en la historia y la contrahistoria de la nación italiana. La segunda: representa una aurora de vida en el escenario de una de las tragedias más devastadoras, como fue el terremoto y maremoto de Messina de 1908. La última: es singular ver a nuestro santo, amigo de otro santo –don Orione– y peregrino devoto de un tercer santo, el padre Pío, en el viaje del padre Aníbal a San Giovanni Rotondo en 1919. Había nacido en una familia de aristócratas, pero nos advierte escribiendo con sencillez: «Nacer noble, rico o pobre, no es cosa esencial para la santidad; pero es verdad que es aún más admirable el fulgor de la virtud cuando va unido al de la nobleza». Pero en la contraposición del status social –entre su origen y el objeto de su apostolado– estriba quizá la clave de lectura para comprender la originalidad y profundidad del personaje, el cual advierte que no ha sido llamado a desempeñar papeles por así decir burocráticos del clero diocesano, sino que ha de volar alto con iniciativas creativas.
El origen noble siciliano del padre hace pensar que, sin una llamada especial de Dios, incluso con vocación sacerdotal, hubiera podido ser un simple abad, como don Pirrone, de El Gatopardo. El encuentro del joven diácono con el pobre del barrio Avignone, en cambio, supone no sólo para él, sino para la sociedad y para la Iglesia, un giro creativo excepcional en dos direcciones: el cuidado de los huérfanos y la propagación de las oraciones por las vocaciones religiosas. No entro en el difícil terreno de su posible éxito literario si se hubiera dedicado preferentemente a la poesía. No soy crítico y me abstengo de expresar opiniones sobre los fragmentos de las poesías leídas en sus biografías. Sin embargo, hay en el libro de máximas recogidas por el padre Sapienza algunos puntos fascinantes realmente. La definición del tiempo, por ejemplo: «Todo pasa, todo acaba, el tiempo vuela rapidísimo. Hoy sois muchachos, mañana seréis jóvenes, pasado mañana seréis viejos y luego la eternidad». Su idea inspiradora fue la de recoger a huérfanos –primero niñas y luego niños– para darles un futuro. Él mismo dirá: «Considérese que arrancar a un huérfano de un futuro fatal y darle la prosperidad de la vida espiritual y temporal es un bien de verdadera redención».
Como muchos fundadores encontró dificultades enormes no sólo, y quizá no tanto, en las expresiones de una sociedad civil empapada de anticlericalismo militante, acentuado por los tormentosos acontecimientos del Resurgimiento italiano con los coletazos postemporalistas.
Fueron muy ásperas las incomprensiones y los obstáculos por parte del propio mundo católico, en todos los niveles. La descripción de la “visita apostólica” del auditor de la Rota, monseñor Parrillo, pone los pelos de punta, aunque las aclaraciones llegaron casi de inmediato. Se nos ocurre pensar espontáneamente en la analogía con las inspecciones sobre el padre Pío del padre Gemelli y de monseñor Maccari.
La mención del padre Pío me lleva a una consideración, que espero que no encuentren irreverente. La difusión mundial de los Grupos de oración, como también el éxito de la serie de televisión dedicada al padre Pío, han menguado en parte la secular popularidad de Antonio de Padua, símbolo del amor por los pobres, además de doctor de la Iglesia.
El padre Aníbal se inspiró en san Antonio para su creación caritativa, confiando a sus hijos esta inspiración característica que nunca conocerá mengua.
Mientras el Estado se concentraba en investigaciones sobre Sicilia, como la comisión Depretis en 1875, el informe Bonfadini de 1876 e inmediatamente después del informe extraparlamentario Sonnino-Franchetti, el padre Aníbal y otros hombres de Iglesia, en nombre de Jesús, no estudiaban sino que ponían en práctica iniciativas concretas de apoyo para los marginados y los enfermos. Me ha causado impresión leer en las crónicas del santo el nombre de un arzobispo de Messina, monseñor Angelo Paino, que conocí durante la posguerra cuando venía a perorar ante De Gasperi la causa de los habitantes de la ciudad, afectados esta vez por los bombardeos. Extrañas repeticiones cíclicas de destrucción para un pueblo: el cólera en 1854, el terremoto en 1908 y las bombas en los años cuarenta.
Mientras el Estado se concentraba en investigaciones sobre Sicilia, como la comisión Depretis en 1875, el informe Bonfadini de 1876 e inmediatamente después del informe extraparlamentario Sonnino-Franchetti, el padre Aníbal y otros hombres de Iglesia, en nombre de Jesús, no estudiaban sino que ponían en práctica iniciativas concretas de apoyo para los marginados y los enfermos. Me ha causado impresión leer en las crónicas del santo el nombre de un arzobispo de Messina, monseñor Angelo Paino, que conocí durante la posguerra cuando venía a perorar ante De Gasperi la causa de los habitantes de la ciudad, afectados esta vez por los bombardeos. Extrañas repeticiones cíclicas de destrucción para un pueblo: el cólera en 1854, el terremoto en 1908 y las bombas en los años cuarenta.
Permítaseme decir aquí, por inciso, que la legislación orgánica para el Sur de Italia y el estatuto especial para Sicilia llegarían sólo a mediados del siglo XX, por obra precisamente del presidente De Gasperi.
La actitud de las autoridades civiles hacia los orfanatos antonianos y hacia su fundador era irracional e inicua. En vez de reconocimiento por hombres y mujeres que sacaban a huérfanos de la miseria y les daban un techo y formación profesional, ejercían controles fiscales y a veces auténticas persecuciones, incluso judiciales. El Estado, por lo demás, creía que resolvía el problema de los pobres prohibiendo la mendicidad, perseguida penalmente.Hay que decir, sin embargo, que cierta mentalidad se atenuó, pero no ha desaparecido. No hay más que pensar en las polémicas sobre la escuela católica, que sólo pide la igualdad –aunque no total– prevista por la ley fundamental del Estado.
Aldo Moro tuvo que enfrentarse a una crisis de gobierno por haber propuesto que se dieran pequeños subsidios a las guarderías de las monjas. Quizá deberíamos ser más reactivos y pretender que se reconozca lo que las escuelas católicas –aunque esto vale todavía más para las actividades caritativas– han dado a la formación de los italianos, sin ninguna o con muy poca ayuda pública.
Una de sus máximas –que he leído en la colección preparada por el padre Leonardo Sapienza con el eficaz método que usó con Pablo VI– dice: «Cuando en nuestras empresas todo está patas arriba no queda otro consuelo que resignarse a la divina voluntad, que todo lo hace bien, aunque nosotros no lo entendamos».
En su juventud, habiendo sido nombrado su padre cónsul por el Estado pontificio, el padre Aníbal siguió de cerca los últimos días de Pío IX. Personalmente no está demostrado, aunque en su familia es evidente que no había simpatías por Garibaldi, que estaba liquidando el Reino de las Dos Sicilias, ni hacia Piamonte, que estaba ocupando Roma. En cambio, tuvo una relación directa con Pío X, que comenzó su pontificado cuando el padre Aníbal tenía ya veintisiete años.
En su juventud, habiendo sido nombrado su padre cónsul por el Estado pontificio, el padre Aníbal siguió de cerca los últimos días de Pío IX. Personalmente no está demostrado, aunque en su familia es evidente que no había simpatías por Garibaldi, que estaba liquidando el Reino de las Dos Sicilias, ni hacia Piamonte, que estaba ocupando Roma. En cambio, tuvo una relación directa con Pío X, que comenzó su pontificado cuando el padre Aníbal tenía ya veintisiete años.
Llenas de dramatismo están las páginas que describen la angustia de nuestro santo cuando se enteró del terremoto mientras estaba en Roma, adonde había ido por Navidad para ser recibido precisamente por Pío X. Los titulares de los periódicos hablaban de ocho mil muertos.
El Padre Aníbal volvió a Sicilia inmediatamente, pero tuvo que esperar un día entero en la estación de Roma antes de poder tomar un tren para Nápoles; desde aquí pudo conseguir un billete de barco, gracias a un pasajero que renunció; luego el barco no pudo atracar en Messina, pero desde el mar vio la ciudad destruida; desembarcó por fin en Catania, donde supo por los franciscanos desalojados que sus huérfanos estaban vivos, pero que por desgracia habían muerto trece monjas.
El informe al Senado del Reino, de 1909, sobre el terremoto de Messina, es descorazonador: «Un momento de la potencia de los elementos ha azotado dos nobles provincias –nobles y queridas– abatiendo muchos siglos de obras y de civilización. No es sólo una desventura de los italianos; es una desventura de la humanidad, de modo que el grito piadoso estallaba aquende y allende los Alpes y los mares, fundiendo y confundiendo, en una competición de sacrificio y hermandad, a todas las personas, todas las clases, todas las nacionalidades. La piedad de los vivos intenta la revancha de la humanidad sobre las violencias de la tierra. Quizá sigue estando incompleto en nuestro intelecto el terrible cuadro, como también el concepto de la gran desventura; y tampoco podemos todavía medir las proporciones del abismo, de cuyo horroroso fondo queremos resurgir. Sabemos que el daño es inmenso, y que son necesarias grandes e inmediatas providencias».
El Estado le dedicaba momentáneamente una partida de treinta millones de liras e incluía nuevos impuestos de los contribuyentes de toda la nación. En las actas oficiales no se mencionaba la aportación de hombres e instituciones, sin la cual habría sido muy difícil la reconstrucción. En las actas oficiales, naturalmente, no se menciona al padre Aníbal.La destrucción del terremoto les abrió a las Hijas del Divino Celo y a los Rogacionistas del Corazón de Jesús el camino del éxodo obligado, asentándose en la región de Apulia, donde, con algunas dificultades, fueron acogidos cálidamente y echaron raíces. Messina, sin embargo, siguió siendo siempre el centro espiritual de las dos comunidades, incluso cuando, como era justo y lógico, llegaron a Roma para enriquecer la fisonomía religiosa y civil de la ciudad.
El padre Aníbal fue recibido por Pío X poco después de la audiencia cancelada del terrible 28 de diciembre. Fue recibido cálidamente y el Papa aprobó, con ciertos límites, la propuesta de introducir las oraciones para las vocaciones religiosas entre las invocaciones de las letanías de los santos. La atención estatutaria de esta Congregación por el tema puede no ser comprendida a primera vista. Si la vocación religiosa es una llamada de Dios, como escuchamos repetir en todas las ordenaciones sacerdotales, incluida la última presidida por el Santo Padre en el sugestivo marco de la Basílica vaticana, cuando recordaba a los ordenandos el «Non vos me elegistis, sed ego elegi vos», podría parecer superfluo o incluso una interferencia dirigir una oración ad hoc. Con hermosa sencillez responde el padre Aníbal con su: «Dios quiere que se le rece».
El satisfactorio mapa de la dilatación en los distintos continentes de estas dos familias religiosas corresponde a una doble necesidad que nunca se agotará. Tanto la educación religiosa y civil de los jóvenes como la oración para que el Señor haga que nunca falten obreros en su viña nunca podrán conocer el ocaso.
Permítaseme añadir una nota personal. Sentí gran emoción leyendo la biografía del padre Aníbal y su proceso canónico. Yo también perdí a mi padre cuando tenía dos años; también conservo un vivo reconocimiento hacia otra Congregación religiosa: los padres Somascos de san Jerónimo Emiliani. En su hospicio romano estuvo mi hermano, y tanto mi madre como yo recibimos ayudas esenciales del párroco de Santa Maria in Aquiro. Pero hay más. Leyendo que el milagro decisivo para la canonización es la curación de la pequeña Nicole, enferma de meningitis, pienso con ternura en mi joven y única hermana que murió precisamente de esta terrible enfermedad. Quizá si hubiéramos conocido y rezado al padre Aníbal, muerto ocho años antes, todo habría sido distinto, acelerando también su beatificación.