viernes, 14 de agosto de 2009

El cremoso invento que surgió del frío


La cocina no sólo consiste, como ha escrito el cocinero Alain Ducasse, en dominar el fuego. Es necesario también sacar el mejor partido del frío y de su invención más refinada: la de transformar cualquier crema, dulce o incluso salada, en un algo helado que se derrite en la boca. La paternidad italiana del helado es uno de los asuntos espinosos más discutidos en la propia Italia, donde casi todo es susceptible de discusión. De tal manera que se atribuye indistintamente a un tal Ruggeri, de Florencia; a un paisano suyo, Bernardo Buontalenti, y a otro prójimo de Palermo llamado Procopio Cultelli, al que algunos tienen por napolitano para contribuir a una mayor confusión.
Cultelli fue quien descubrió, en cualquier caso, la fórmula ideal para mejorar la preparación del helado, añadiendo azúcar en lugar de miel, y mezclando el hielo con la sal marina para conservarlo más tiempo, cosa que, por otra parte, ya se le había ocurrido mucho antes al infatigable Marco Polo.
Francesco Procopio Cultelli abrió en 1686, en París, enfrente de la Comédie Française, el célebre café Chez Procope, para despachar granita (agua helada) y helados de diversos sabores, de flor de anís, de flor de canela, de zumo de naranja y el demandado sorbete de fresa. La nieve la traían de los Alpes por medio de un servicio rápido de estafeta, que gozaba de prioridad para el cambio de caballo en las postas del camino. Voltaire, Victor Hugo, Balzac y hasta el propio Napoleón, muy aficionado a los helados, pasaron por el café del siciliano Cultelli. De la misma manera que el helado se coronó literariamente en las evocaciones de Marcel Proust de los postres del Ritz: los famosos obeliscos de frambuesas de Albertine, «cuyo granito rosa haré fundir en el fondo de mi garganta, a la que refrescarán mejor que los oasis».
El gran chef Auguste Escoffier dijo del helado que era la mejor conclusión de una comida y que representaba un ideal de exquisitez. Al paso del tiempo, nos hemos familiarizado tanto con los helados que su interés exclusivamente gastronómico ha acabado por derretirse en el mismo contexto social en el que uno come un paquete de papas.
Sicilia es la verdadera patria del helado en todas sus versiones: la granita, la gramolata, el sorbete y el helado propiamente dicho. En la isla, hay un culto al helado superior al que existe en ningún otro lugar del mundo, por extendida que se encuentre la tradición, incluido Nápoles que también lo reivindica como una seña de identidad. Los sicilianos comen los helados hasta en bocadillos. En Aci Trezza, cerca de Catania, en la Riviera del Cíclope, donde Lucchino Visconti rodó la mejor película del neorrealismo sobre pescadores («La terra trema»), se puede probar uno de los mejores helados y asistir, además, a una improvisada cata de los nuevos sabores de la temporada por insistencia de los dueños de las heladerías, que ensayan las mezclas de pistacho, vino de Marsala y pasas con los forasteros. La Biblia cuenta cómo Isaac le ofreció a Abraham leche de cabra mezclada con nieve y le dijo: «Come y bebe; el sol quema y así podrás refrescarte».
La procedencia del helado es objeto de controversia. En la historia más remota se atribuye a Roma, en cuyos sótanos se instalaban cámaras frías para conservar el hielo proveniente de los Alpes y los Apeninos y, también a los árabes, que se hacían servir jarabes enfriados con nieve a los que daban el nombre de charbets. De donde es fácil concluir que vienen los sorbetes. Incluso se ha llegado a hablar de China, tierra en la que supuestamente mil años antes de la era cristiana, almacenaban bloques de hielo natural en las cuevas húmedas para refrescar distintas bebidas aromatizadas con rosa, lichy o jazmín. De un tiempo a esta parte y en nuestro mundo conocido, la autoría del helado la reivindican los toscanos, los napolitanos y los sicilianos. En Italia se ven con frecuencia heladerías llamadas Venezia o Rialto.
Pero quedémonos con Sicilia, que es quien cultiva la pasión con mayor entusiasmo. El «spumone» del Etna, chocolate recubierto con zabaione, es uno de los helados más populares del mundo. Igual que el de pistacho o almendras, dos variedades indiscutiblemente sicilianas que todos los heladeros de la Magna Grecia se esfuerzan por mejorar. El helado de gelsomino (jazmín) es una especialidad que en Trapani, al oeste de la isla y enfrente de las costas africanas, no se puede obviar, lo mismo que el cuscús de pescado. Se suele comer en brioche o acompañado de un croissant en los desayunos. La granita (granizado), al igual que la cassata, es típicamente siciliana. En la de almendra (mandorla) o limón, se mezcla la pasta del producto, una cuarta parte, con agua helada y azúcar, según el gusto. Los sicilianos suelen acompañar el granizado de limón con las cervezas para hacerla aún más refrescante durante el verano. Suele ser costumbre pedir una «birra» con un poco de granita. Los aficionados a los helados deben saber que hay un libro absolutamente imprescindible sobre ellos que se llama Trattato di gelateria, de Enrico Giuseppe Grifoni, editado por primera vez en 1911.
«¿El helado? Una locura totalmente siciliana», dijo Vitaliano Brancati, nacido en Pachino, cerca de Siracusa, y autor de una de las novelas, Don Juan en Sicilia, que mejor han definido el carácter de sus paisanos. Una locura, en cualquier caso, contagiosa, y, como se dice ahora, global.