Por Juan Pablo Bertazza
"La soledad de los números primos" de Paolo Giordano
“No se pueden estudiar las emociones a través de las matemáticas, y no quiero que la gente piense que detrás de esta historia hay algún tipo de teoría. De hecho, si existiese una teoría, sería la del caos”, dijo días atrás en una entrevista Paolo Giordano, el joven escritor que ha causado un verdadero fenómeno editorial –más de veinte traducciones, más de un millón de ejemplares vendidos– con la publicación de su ópera prima, La soledad de los números primos, ganadora del premio Strega, el galardón literario más importante de Italia. Y así como cada premio va forjando, año a año, una mínima identidad, un mínimo gusto, los últimos tres libros premiados por el Strega (Caos calmo de Sandro Veronesi y Como Dios Manda de Niccolò Ammaniti, además del que ahora nos ocupa) coinciden en más de un aspecto: jóvenes escritores lindos –claro, estamos hablando de Italia– que saben cómo llegar al público con novelas en las que suelen entrar –no por la puerta principal, pero sí por alguna atractiva ventana– temáticas de índole científica o cuasi.
En el caso de Paolo Giordano, esta línea editorial encontró acaso el paroxismo: el autor, de veintiséis años, es licenciado en Física Teórica y actualmente prepara su beca de doctorado. Aunque es cierto también que el resquicio donde se inmiscuye acá la matemática (los números primos gemelos, aquellos que –como el 11 y el 13– además de no poder dividirse más que por ellos mismos y por uno, siempre aparecen intermediados por un número par) es sólo eso: un resquicio por el que puede espiarse, o no, una señal que tranquilamente puede desobedecerse.
Porque, sobre todo, La soledad de los números primos es una historia de amor contada desde el desamor, una historia sobre los tiempos que corren, contada, casi, desde la atemporalidad.
Mattia y Alice son dos jóvenes incómodos que atraviesan el puente que va del siglo XX al siglo XXI sin demasiado equipaje, sin herramientas con las cuales obturar sus faltas. El es un matemático genial, obsesivo, que sigue hasta en los más mínimos detalles la búsqueda de la objetividad (trata de hacer el menor ruido posible cuando abre puertas o al caminar por la calle, y en los pocas relaciones sexuales que tiene, se concentra en pensar si la ecuación de las respiraciones da un número irracional o no), carga con la terrible culpa de haber generado la desaparición de su hermana gemela y se rehúsa a vivir todo lo que tenga que ver con los afectos y con la vida misma. Ella es una aprendiz de fotógrafa, anoréxica y marcada a fuego por un accidente en la nieve que le deja, desde la infancia, una terrible cicatriz y un renqueo al caminar. Ambos, inexorablemente, se atraen y repelen. Y se conocen, como no podía ser de otra forma, a partir de un desborde: “Mattia advirtió la presencia de Alice cuando ella puso la mano en la mesa y rompió el equilibrio del vaso, cuyo colmo rebosó y formó en torno al fondo un cerco oscuro”.
Juntos pero solos, solos y acompañados, se van topando y chocando contra su propio crecimiento: la confesión de su escasa educación sentimental, los años escolares, el contacto con sus fantasmas y deseos, con sus propios límites y capacidades desconocidas.
Con un estilo limpio, sencillo, tremendamente matizada de detalles, Paolo Giordano sale –sólo sale– del frío y aséptico laboratorio científico para apuntar (y nunca tratar de englobar), en condiciones ideales de presión y temperatura, a paso seguro y con buen equilibrio, los infinitos (como los números) matices de las relaciones humanas, esa gran ecuación que siempre deja un resto, un punto ciego, una imposibilidad. Giordano cuenta ese tipo de historias que dejan huella porque se sabe, de antemano, que no pueden durar.
En el caso de Paolo Giordano, esta línea editorial encontró acaso el paroxismo: el autor, de veintiséis años, es licenciado en Física Teórica y actualmente prepara su beca de doctorado. Aunque es cierto también que el resquicio donde se inmiscuye acá la matemática (los números primos gemelos, aquellos que –como el 11 y el 13– además de no poder dividirse más que por ellos mismos y por uno, siempre aparecen intermediados por un número par) es sólo eso: un resquicio por el que puede espiarse, o no, una señal que tranquilamente puede desobedecerse.
Porque, sobre todo, La soledad de los números primos es una historia de amor contada desde el desamor, una historia sobre los tiempos que corren, contada, casi, desde la atemporalidad.
Mattia y Alice son dos jóvenes incómodos que atraviesan el puente que va del siglo XX al siglo XXI sin demasiado equipaje, sin herramientas con las cuales obturar sus faltas. El es un matemático genial, obsesivo, que sigue hasta en los más mínimos detalles la búsqueda de la objetividad (trata de hacer el menor ruido posible cuando abre puertas o al caminar por la calle, y en los pocas relaciones sexuales que tiene, se concentra en pensar si la ecuación de las respiraciones da un número irracional o no), carga con la terrible culpa de haber generado la desaparición de su hermana gemela y se rehúsa a vivir todo lo que tenga que ver con los afectos y con la vida misma. Ella es una aprendiz de fotógrafa, anoréxica y marcada a fuego por un accidente en la nieve que le deja, desde la infancia, una terrible cicatriz y un renqueo al caminar. Ambos, inexorablemente, se atraen y repelen. Y se conocen, como no podía ser de otra forma, a partir de un desborde: “Mattia advirtió la presencia de Alice cuando ella puso la mano en la mesa y rompió el equilibrio del vaso, cuyo colmo rebosó y formó en torno al fondo un cerco oscuro”.
Juntos pero solos, solos y acompañados, se van topando y chocando contra su propio crecimiento: la confesión de su escasa educación sentimental, los años escolares, el contacto con sus fantasmas y deseos, con sus propios límites y capacidades desconocidas.
Con un estilo limpio, sencillo, tremendamente matizada de detalles, Paolo Giordano sale –sólo sale– del frío y aséptico laboratorio científico para apuntar (y nunca tratar de englobar), en condiciones ideales de presión y temperatura, a paso seguro y con buen equilibrio, los infinitos (como los números) matices de las relaciones humanas, esa gran ecuación que siempre deja un resto, un punto ciego, una imposibilidad. Giordano cuenta ese tipo de historias que dejan huella porque se sabe, de antemano, que no pueden durar.