Los antiguos griegos creían que Sicilia era una tierra poblada por monstruos y piratas, hasta que el ateniense Teocles, que había naufragado por esos lados, regresó a su patria y contó sobre las bellezas de esa tierra desconocida. Nacieron así las ciudades griegas de Selinunte, cuyas ruinas son unas de las más sugestivas de todo el Mediterráneo; Segesta, con su templo dórico que se erige intacto, aislado y solemne sobre el cerro que se asoma al mar; Agrigento, que Pindaro definió como “la ciudad más bella de los mortales”, en donde los colores son los de África, con la tierra quemada por el sol, pero también con las delicadas flores rosadas de los almendros que cubren el Valle de los Templos; una tierra bellísima, la de los alrededores de Agrigento, llena de grandes contradicciones, pero también de literatura: aquí nacieron Luigi Pirandello y Leonardo Sciascia. También Andrea Camilleri es de por aquí: Vigata, en donde vive y trabaja su personaje más famoso, el comisario Montalbano, en realidad es Puerto Empedocle, su ciudad natal. Y no hay que olvidar Siracusa, con su grandioso Teatro Griego. Pero Sicilia es también el encanto de la tierra volcánica dominada por el Etna y del sol que filtra a través de las grietas de las Gargantas de Alcantara, la escalinata de 142 gradas decoradas en mayólica que sube hasta Santa Maria del Monte, símbolo de Caltagirón; o el célebre Duomo normando de Cefalù, encantadora también por su barrio marinero con las casas antiguas que se asoman sobre el mar y la larga playa de arena fina; o el otro Duomo, el de Monreale, igualmente espléndido, junto con su claustro. La ciudad, que es un panorama abierto sobre la Cuenca de Oro, hospeda una famosa Ópera de los Pupi, actores del tradicional teatro siciliano: aquí no es difícil encontrar carritos sicilianos multicolores, arrastrados por caballos empenachados. Y también están la mágica Erice, enrocada sobre un peñasco, hecha de callejuelas, escaleras y piedras “a la vista”; Taormina, con las espléndidas escalinatas del Teatro Griego; y también Ragusa, famosa por su estilo barroco y por la vivienda señorial más imponente de la Sicilia sur oriental: el Castillo de Donnafugata, hecho construir por el barón Conrado Arezzo, cuyo retrato domina el primer piso con una pizca de ironía en su mirada burlona; con sus 122 habitaciones, severo y majestuoso, y su corona de almenas güelfas, aparece de repente en medio de uno de los paisajes más bellos de Sicilia.
Los romanos, en cambio, dejaron en la Isla uno de los testimonios más valiosos en absoluto: la Villa del Casal, en la Plaza Armerina, con sus espléndidos mosaicos.
Sicilia es una tierra generosa, famosa por sus naranjas rojas, por las mandarinas, por los tomates de Pachino; por los suntuosos postres al estilo oriental a base de pasta de almendras; por el “cannolo” siciliano con su relleno suave que no debe dañar el barquillo de masa crocante; por la cassata: un postre a base de requesón dulce, con una elaborada decoración de fruta azucarada; y por el granizado; pero también por los excelentes vinos tales como el Nero d’Avola, el Donnafugata, el Malvasia, el Marsala. Generosa también en diversiones por el magnífico Carnaval de Acireale, famoso ya en el siglo XVI.
Durante el viaje hacia Palermo, la ciudad que surge prepotente de las páginas del Gattopardo, se pueden admirar el mar brillante como una plancha de vidrio y la campiña con sus escasos caseríos sumergidos en la luz enceguecedora del sol azufrado de Sicilia. Y allí está Palermo, con sus cúpulas y las torres que se delinean sobre el cielo: en via Alloro, en el corazón del barrio antiguo de Kalsa, se encuentra la iglesia de finales del cuatrocientos de Santa María de Los Ángeles, en estilo gótico-catalán, conocida como La Gancia, cerca de las torres almenadas del palacio Abatellis que hospeda la Galería Regional de Sicilia, con unas bellas obras de Antonello da Messina entre las cuales un San Jerónimo y La Anunciación. La simpleza de su fachada es engañosa, pues una vez superado el umbral aparece un escenario inesperado y precioso: mármoles con incrustaciones, estucos y pinturas, bajo un cielo raso decorado en oro que parece un cielo estrellado; una iglesia “bella por dentro”, triunfo del escultor Antonello Gagini. En Palermo hay de todo: riqueza ostentosa, y las callejas del centro histórico con sus paredes desconchadas, palacios reales normandos, y los colores brillantes de la Vucciria, el célebre mercado inmortalizado por Renato Guttuso en uno de sus cuadros más famosos y mejor logrados: aquí, entre colores y perfumes medio-orientales se toca el alma más verdadera de esta tierra orgullosa y atormentada desde los Malavoglia de Verga. Al lado se encuentran las montañas híspidas de las Madonie, con otra cultura y otra historia hechas de olivos y ganado; lo mismo sucede subiendo hacia Corleone, en un paisaje que se vuelve cada vez más árido y que tiene poco en común con la maravillosa Mondello: pequeño pueblo de pescadores encajado en una playa de ensueño.
El último regalo de Sicilia son las Islas Eolias, 7 volcanes submarinos que surgen de las aguas, punteados de pequeñas casas blancas: Massimo Troisi decidió realizar en Salina, en una casa rosada que se asoma sobre un mar indescriptible, su película más famosa: El cartero.